En esta fecha, hace siete años, desperté abruptamente a las 6:30 de la mañana, con una sensación inexplicable. Sentí como si me hubieran amputado una parte de mi cuerpo, un órgano que no sabía hasta ese momento que estaba ahí pero que sentía ahora arrancado de mí. Entonces tuve la certeza: mi papá había muerto.
Con el dolor de la herida aún abierta, pensé en cómo podría comprobar el hecho, pues no tuve duda alguna de que así fuera. La familia, primera opción, descartada. Probablemente todos estaban en camino al hospital, donde estaba mi padre ingresado. O tal vez, dado que no estaba en el país, una mentira piadosa se disfrazaría de un “está vivo pero mejor vení”. Llamé a mi mejor amigo-hermano y solo bastó decir su nombre para que él dijera algo así como “No es justo, ¿por qué tenía que pasar de este modo?
Otro buen amigo de aquel tiempo tuvo la humanidad de irse hasta México, donde estaba, para traerme a despedir al hombre que me dio la vida y me enseñó a vivir. Pero esa despedida ya había tenido lugar, el día en que él me llevó al aeropuerto. Le dije adiós con una usual palmadita en el hombro y me dispuse a cruzar la puerta de entrada. De repente, algo extraño sucedió y corrí de nuevo hacia donde estaba, para abrazarlo y decirle al oído: “Gracias papá, por todo lo que me ha dado, por todo”. En mi arrebato el hombre se quedó atónito, asustado, pero apenas me fui tomó el teléfono y llamó a una de mis hermanas, para contarle, aún con la emoción pero contento, de mi loco acto de afecto súbito.
Ya han pasado siete eternos y devastantes años, siglos para mí. No pasa un día sin que piense en él y sin que le hable. Él sigue siendo mi consejero, ahora es mi camarada y mi mejor psicólogo. Yo lo quiero, lo extraño, aún lo lloro y creo que esto nunca va a acabar.
El negro día se su partida hice por él lo manda la ley de la vida y lo que un buen hijo debe hacer: despedir un padre de la mejor manera, cantándole su tango preferido, contarle cosas bonitas para que pudiera irse en paz. Dios me dio la bendición de estar con mi familia y un torrente de amigos, que hicieron suya mi pena, dándome con ello un gran alivio y amor.
Ahora soy un huérfano. Extraño ese miembro amputado, ese lazo que cortó la vida como se separa un bebé del cordón umbilical. Quienes tuvieron el honor, porque eso es un honor, de conocerlo saben que no miento: mi papá fue un hombre excepcional por su inteligencia, por su bondad, por su humanidad. Por eso al recordarlo en el día en que lastimosamente cerró para siempre sus ojos es inevitable dibujar una sonrisa de amor, que es inmediatamente teñida por varias lágrimas, también germinadas de su amor.
Sus ojos, esos que se cerraron entonces, son ahora los míos, aprendí de su mirada el cada vez más escaso arte de querer y agradecer, algo que late fuerte en mí gracias a ese hombre, que el destino hizo por fortuna ser mi luz, mi gracia, mi gran tesoro, mi gran modelo…mi papá.