miércoles, 21 de noviembre de 2007

Travesía de regresos


"Volveré y seré millones", dijo Eva Perón algún día y yo lo repetí, unos 50 años más tarde.
Me iba de la oficina y esa fue la manera de despedirme de mi jefa. Luego, de camino a casa pensaba y, como dice mi amiga del más allá Yolanda, "pensar asusta, porque acerca a Dios". Ay Diosito, entonces nos hicimos los dos uña y carne y comenzaron estas divagaciones en torno a la vida, propia, ajena y mezclada. Todo a raíz de la mención de esa famosa frase atribuida a la Santa Peronista. Ahora vienen a parar en este espacio virtual –como todo en la vida-, que atenta contra mi privacidad pero alimenta mi irrepetibilidad.

Volver, se vuelve de fijo siempre, como dice esa hermosa poesía-canción que solo Chavela sabe interpretar: “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Qué cierto es, incluso se experimenta una extraña sensación de pertenencia y vacío al mismo tiempo cada vez que regresamos a algún lugar donde tanto amamos como odiamos alternativamente, pero donde definitivamente vivimos intensamente esta combinación de pellejos, huesos y un yo único e irrepetible, que es la vida que nos ha sido dada.

Pienso en volver, volver a la escuela, a la que juré por mucho tiempo no más volver gracias –y en verdad gracias- a los agravios sufridos y el reconocimiento de limitaciones que ésta supone –sobre todo de índole numérica, en mi caso- y por ser el primer espacio-espectro donde se rompe con lo íntimo-vinculante de esa pequeña pero refrescante y limpiadora burbuja de jabón, que se conoce como familia y que se puede romper con solo soplarla.

Hoy, a raíz de la frase, he vuelto a la escuela. Pero esta vez no fui solo. Me hice acompañar del adulto que ahora pretendo ser y al cual suele atacar y sorprender el niño que siempre he sido.

Es espantoso y maravilloso volver al niño tratando de ser un adulto. Se combinan sensaciones –prefiero hablar de sensaciones que de experiencias, porque alguien dijo que estas son el nombre que damos a nuestras mayores equivocaciones y por lo general no veo mi vida como una serie de errores, sino de aprendizajes, aunque que la he metido, la he metido y no muchas sino casi todo el tiempo, pero sigo aprendiendo-.

Bueno, a como hablo escribo y lo he vuelto a hacer. El niño detesta al adulto y el adulto no le tiene paciencia. Un analista o un shamán diría que no me tengo paciencia a mí mismo y que me detesto. NO ES CIERTO. En realidad mi adulto envidia a mi niño, una criatura silenciosa, que amaba sus viajes introspectivos y vivía en un mundo perfectamente combinado entre realidad y fantasía. Nada particular, como todo otro niño, pero sí único e irrepetible.

Volver, volver, ya casi con la frente marchita como el tango, intento volver a la esencia de ese infante, pero no se puede. Ya mi sien está marcada por las nieves del tiempo y eso que vengo de un país tropical, donde la nieve brilla por su ausencia. Algo así como la vereda tropical, la ruta de Cortés –sin Malinche, porque detesto a los malinchistas aunque todos llevamos sus genes-.

Me traslado a mi escuela, donde pasaba largas horas desatendiendo las lecciones a más no poder –pobres profesores- y concentrándome arduamente en mirar por la ventana únicamente. No necesitaba más. Ahora sí y me pregunto por qué.

El adulto no logra descifrar en lo que fui a un infante completo. Alguna pieza hace falta. No está triste, pero parece cargar una inmensa y desolada depresión. Desolación, otra vez aparece la palabrita, con nuevas divagaciones… ¿Quién se la habrá inventado? Desolación, al pronunciarla me veo bajo un sol de mediodía, como de Viernes Santo, cuando todo confabula para rendir homenaje casualmente a la desolación: uno se siente solo, tan solo en este mundo que incluso sujetar la mano del ser amado en esos momentos no significa, porque uno está más allá del bien y del mal, del amor y del odio, de toda pasión, que es aniquilada por esa extraña sensación.

Un Viernes Santo al mediodía ni el viento respira ni las hojas se mueven ni uno se siente plenamente vivo. Estoy seguro. La palabra desolación debió haber sido creada un Viernes Santo al mediodía.

Una vez, ya de adulto, un sábado que limpiaba mi closet encontré un frasco de vidrio y dentro un papel amarillo por el tiempo. Al examinarlo, las palabras que habían dentro me causaron al principio gracia: era el testamento que de niño escribí pensando en morir. ¿Por qué deseaba la muerte? El adulto no lo sabe. Llegó, ciertamente, el día en que ese niño falleció y se llevó a la tumba, que es el cuerpo del adulto, ese secreto. El impacto me llevó a escribir un poema, que muestro aparte.

Decía que me hizo gracia al principio, pero luego terminé llorando. ¿Por qué ese niño nunca obtuvo un dadivoso abrazo cuando lo necesitaba? Tuve que esperar media vida para tenerlo. Sucedió hace como cuatro años y fue el último abrazo que me dio mi padre. Como adulto tuve que buscarlo, no podía dejar este país sin recibir lo que siempre había añorado.

Mi padre nunca fue un hombre cruel, todo lo contrario, era tan bueno, tan justo y tan noble, que todavía y por siempre lo seguiré extrañado con una cuota interminable del dolor que su partida ha causado en su familia. Es solo que los abrazos y los besos no se acostumbraban en mi familia. ¡Maldita sea! Y yo que ahora tanto quisiera prolongar ese abrazo postrero.

Como decía, yo me iba del país siguiendo un sueño que concluyó en pesadilla, y él me llevó al aeropuerto. Nos despedimos con unas palmadas en el hombro, deseándonos ambos la mejor de las suertes. Yo ingresé al edificio y de repente algo sucedió. En la tumba de mis penares se revolcó el cadáver del niño, pidiendo su añorado abrazo. Yo tiré las maletas, al mejor estilo “hollywodiano” y él todavía estaba ahí afuera, como esperando algo o sintiendo lo mismo que yo sentía. Yo todavía puedo verlo, tengo la imagen grabada en la retina. Lo abracé tan fuerte y le dije: “Papá, muchas gracias por todo”. Él se sintió un poco atribulado y se quedó sin poder emitir palabra alguna. Me fui, tomé el avión, viví un poco más de lo debido y luego volví. Nunca imaginé que esa sería nuestra despedida.

La próxima vez que lo vi ya no hablaba, ya no se movía… estaba queditito, como un muñeco, en su caja.

Yo lo quiero y lo quiero extrañar también, es mi derecho.

Tal vez así ese niño deprimido se mejoró, aunque una eterna pena cargará el adulto, pienso que a lo mejor ese niño ya estará jugando, ya es feliz porque la fuerza del abrazo colmó a infante y pellizcó al hombre. No lo sé, pero es mejor verlo así, aunque cómo quisiera tener de nuevo ese abrazo, y repetirlo.

Lamentablemente, Eva no ha vuelto ni veo millones de Evitas. Tampoco mi padre ni todos mis muertos –tome nota: incluida Yolanda-. ¿Será acaso que se regresa en otras formas y así se multiplica el ser? ¿O tal vez, quienes nos conocen en vida nos replican tras dejar la madre tierra y al ser incorporados por gestos, palabras, mañas, citas, obsesiones y demás nos convertimos en millones?

Llegué a casa y llamé a mi cuarto, el de infancia, ahora virtual, al niño. Un chiquillo flaco, con cabello casi blanco y unos grandes ojos que indagaban todo y que usualmente llevaba tijeras consigo para recortar todo, vino muy enojado. Lo abracé muy fuerte, le dije cuánto lo quería y luego de llorar por largo rato, nos fundimos literalmente en ese abrazo. “No seremos millones -le dije- pero al menos ahora podemos ser uno”.

Testamento Umbilical

Un llanto incomprendido,
una pelea perdida,
un juguete robado,
escondido o no comprado.
Por caída
o por capricho.
Todo pudo ser motivo.
Todo tanto como nada.


Fecundación
de primeros signos
con tinta.
Sangre azul o negra
daba forma
a mi primera despedida.


El tiempo supo
callar las letras,
ajenas al Olimpo paternal.
El ropero pudo
guardarlas
entre polvo, telarañas
y olvido.

Día de limpieza
un testamento doblado y amarillo
no escapa a la mano afanosa.
Al desdoblarse
las palabras
cuentan la historia
de un pequeño
enojado con la vida.


El adiós nunca realizado
devuelve al infante
ahora arrepentido.
El adulto que fue el niño
lee con risa sus escritos.
Quien odiaba le ha enseñado
que el lazo umbilical
no se rompe nunca.
Ríe, recuerda ...
Luego llora
abrazado a su cordón.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Viaje surrealista a una parte del mundo surrealista de Luis Buñuel


La Mujer de Buñuel

Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina.
Extraño, pero apareció mientras yo miraba lo que quedó de la antigua Facultad de Derecho y pensaba en su alto valor como patrimonio arquitectónico. Extraño, insisto, porque su paso me llevó a pensar que ella es uno de esos personajes urbanos, que ya forman parte de la arquitectura de la ciudad, si así podemos llamar a este eterno y poco cambiante cafetal con luz, que ha sido San José desde 1887. Por tanto, debería ser amparada por la Ley de Patrimonio Histórico, puesto que ella es parte de este legado urbano pronto a desaparecer debido, principalmente, a la indiferencia de la gente.

Hace ya algunos años la vi por primera vez.
Sucedió, a propósito, con ocasión del centenario del laureado cineasta español, en la sede de la Alianza Francesa, donde proyectaban La Vía Láctea. Al tomar asiento noté que mi compañera de al lado era una mujer de unos 75 años, perfecta y elegantemente vestida al más puro estilo de los 60’s, pero con prendas y accesorios originales. Por ello, las ropas ya estaban rasgadas, bastante, y el collar y las pulseras daban fiel evidencia de que habían presenciado muchas celebraciones. Su bolso estaba un poco roto y sucio, pero hacía un "perfect match" con su atuendo. Parecía como dicen “nobleza venida a menos”, a mucho menos en términos estrictamente económicos, por supuesto. La clase se respira y no se pierde nunca, ni con la pobreza, por más snobbish o facho que suene mi comentario.

Tras concluir nuestro paseo por La Vía Láctea nos invitaron a tomar un vino y comer algunos bocadillos –extraña palabra esa, cursi y pola al mismo tiempo-. Se levantó de su silla y se lanzó a la mesa a devorar, no comer, todo lo que pudiera, con una velocidad sorprendente, que desafiaba a las mismas leyes de la física. Tragó como loca, tanto comida como vino –de caja, por supuesto, pues aún en la Alianza Francesa el presupuesto no parece alcanzar para botellas-. Y me dije: “Ah, ésta es de las que siempre vienen por la comida y nunca faltan a ninguna actividad donde haya trago y comida”.

Yo quise y decidí observarla. Siempre me ha gustado subir a un bus, tomar un avión y ver caras y jugar a adivinar cómo será la vida correspondiente a x rostro. Luego, resolví acercarme, hablar con aquel enigmático personaje que parecía haberse escapado de una película de Buñuel y no de Almodóvar, como está tan de moda. "Esta parece una chica Buñuel, no una chica Almodóvar", me dije. Hoy es fácil encontrar una que otra chica Almodóvar (bueno mi mamá es como una Endora Almodóvar), pero una chica Buñuel es casi inexistente, están ya en vía de extinción. La chicha Almodóvar no tiene que ser necesariamente bella, basta con que sea diferente, muy distinta al resto y con ciertos –¿o muchos?- elementos kitsch, tanto en trapos y atuendos como en personalidad. Contrario a esto, la chica Buñuel ha de corresponder con una belleza clásica, pálida y definitivamente original y sencilla. Así como Catherine Denueve –a quien mi primo Rodolfo llama, en broma, "Caterín, la del nueve"- o la misma Silvia Pinal, de su etapa mexicana.

Me dije: “A abordarla”, y me lancé, así como ella a la comida y el vino, yo a ella. Me puse a su lado y le hice la típica pregunta cajonera: “¿Y ... qué le pareció la película?” “Este Buñuel no deja de impresionarme, aún luego de tantos años”, fue su respuesta y continuó: “Usted sabe que lo conocí en París, justo cuando filmaba esta película. Lo gracioso del caso es que me dijo que yo era el tipo de mujer de sus películas y hasta me preguntó si era actriz, imagínese”. Ah, pensé “si esto es cierto, entonces no me equivocaba, es una mujer tipo Buñuel”, pero había que ponerlo a prueba, pues podría tratarse de una variación tipo High Class de bombeta, así que le dije: “Parlez-vous français?” Se rió y contesto en perfecto francés que sí, que aunque nunca había vivido en París, lo había visitado muchas veces en su vida –la de antes, obviamente- y había recibido clases de francés con profesores franceses.

Luego de un rato descubrí que tenía ante mis ojos a una especie de Biblioteca de Alejandría hecha mujer, de carne, hueso y cerebro, mucho cerebro. Al hablar, por ejemplo, de mi novia eterna, es decir, Yolanda Oreamuno, mencionó la influencia que en ella había ejercido Marcel Proust –luego leí un estudio de la obra de mi novia que mencionaba lo mismo y lo interesante es que fue publicado mucho después-.

Pero claro, nuestra conversación tenía que centrarse en mi mejor amigo eterno, o sea, Luis Buñuel. Hablamos de su vida, de su obra, de España, Francia y México y, no podía faltar, el surrealismo en su cine. Digo hablamos, pero realidad yo lanzaba los puntos y ella dictaba los contenidos. De cuando en cuando, ella miraba alrededor y cuando nadie estaba a la vista abría su bolso y echaba disimuladamente uno que otro pastelito.

En mi afán por descifrar tan complejo personaje y probar si mis hipótesis eran correctas, también con disimulo logré averiguar que vivía sola, sin familiares de ninguna cercanía y que venía de una familia bastante burguesa, pero, efectivamente, venida a menos, en términos económicos estrictamente, repito y puntualizo.

Luego la he visto en varias exhibiciones de arte, conferencias y presentaciones de libros, atenta al discurso, de vez en cuando lanzando preguntas y, eso sí, tras los actos, siempre aterida a la mesa de los bocadillos y el vino –para variar, de caja-. Su bolso no es de Louis Vuitton, sino de Mary Poppins, pues de ahí puede entrar y salir cualquier cosa. Este es parte irremediable de su dueña y continuamente acoge generoso cuanto alimento le ingrese.

Han pasado años, muchos, desde la noche en que la conocí. Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina. Los sesenta no pasan de moda para ella, pero las prendas eran aun más desgarradas, lullidas y remendadas, una y otra vez. Estaba muy delgada, probablemente ahora ya no hay tanta actividad artística como antes y su cuerpo daba indicios de un cruel proceso de encorvamiento. Además, los sesenta hace tiempo quedaron allá para ella. Hoy, su cabello era escaso y las arrugas afloraban por doquier. Su paso era lento y complicado. Eran los años.


Al acercarme noté que se agachaba junto a unas bolsas de basura. “¡Mi Dios!”, me dije, “¡No es posible que haya terminado en esto!”. Sentí la ira, la furia la necesidad apremiante y demandante de acercarme y pedirle que desayunara conmigo, llevarla al supermercado, comprarle comida, pagarle la renta, llevarla a un médico, complacerla. Pero, sin embargo, no lo hice. Tan sólo me quedé mirándola, petrificado. Se acercó a la basura y tomó algo, de repente se incorporó y se quedó mirándome: alzó la cabeza, se planchó ligeramente con sus manos la ropa, sonrió y me dijo: “Machito, usted me sale por todos lados”. En sus manos aparecía una ramita floreada de algún árbol, que había caído justo junto a la basura y que ella juntó.

Volvió a sonreír y entonces siguió su camino. Y yo la vi alejarse, no sé si con dolor de hijo, de amante, de penitente, de solitario o de compañero de humanidad.