Empiezo a leerme, a rezarme. Desde la cabeza hasta los pies voy cuenta por cuenta, aprentando fuertemente cada abalorio conforme le dedico una oración.
Misterios gozosos hay muchos, pero la falta del hábito de la autoplegaria ha hecho que olvide como evocarlos. Es que muchas veces pensamos, o intentamos hacerlo, que todo está bien, que vivimos el momento perfecto, ese que nunca existe realmente sino tan solo en nuestra mente. La perfección implica por naturaleza a la armonía y para que esta ocurra se necesita más de una persona.
Hace poco en un restaurante alguien apareció de la nada y me dio un misterio gozoso más. Me anunció que yo siempre le había gustado, sin conocerme totalmente. Esto fue un fragmento, un instante en mi historia, un acto tal vez sin relevancia, pero cayo en el momento preciso, cuando me quejaba de mis fracasos.
He tenido también momentos de anunciación divina, de esos en los que mientras ocurren se detiene el tiempo y hasta dan la sensación de mareo al sentir que el mundo dejó de girar, aunque fuera por un segundo.
Tengo tantos misterios dolorosos que no vale la pena pensar siquiera en ellos. A veces me pregunto que puede más, que nos forma mayormente como personas, si la alegría o el sufrimiento. Es difícil decirlo, porque cuando el dolor toca a nuestra puerta todo parece confabular para intensificarlo. ¿Es esto cierto o será más bien acaso que somos más susceptibles al dolor y por ello todo se ensombrece? No lo se, creo que cada quien obtiene su respuesta y por ende da su propia versión, en consonancia con el recuento de sus daños.
El dolor es y ha sido parte de las capitulaciones de mi rosario porque siempre guarda misterio. Hace unos días sufrí el virus de la soledad, tan esparcido por el mundo actual. Pero en medio de mi angustia escuche voces, y no divinas sino mundanas, aunque con un gran halo de divinidad en sus palabras. Las voces eran como esa taza de café negro que tomo cada mañana para despertar, para revivir. Llegaron en el momento oportuno, justo cuando una de mis paredes se iba a derrumbar.
Misterios gozosos hay muchos, pero la falta del hábito de la autoplegaria ha hecho que olvide como evocarlos. Es que muchas veces pensamos, o intentamos hacerlo, que todo está bien, que vivimos el momento perfecto, ese que nunca existe realmente sino tan solo en nuestra mente. La perfección implica por naturaleza a la armonía y para que esta ocurra se necesita más de una persona.
Hace poco en un restaurante alguien apareció de la nada y me dio un misterio gozoso más. Me anunció que yo siempre le había gustado, sin conocerme totalmente. Esto fue un fragmento, un instante en mi historia, un acto tal vez sin relevancia, pero cayo en el momento preciso, cuando me quejaba de mis fracasos.
He tenido también momentos de anunciación divina, de esos en los que mientras ocurren se detiene el tiempo y hasta dan la sensación de mareo al sentir que el mundo dejó de girar, aunque fuera por un segundo.
Tengo tantos misterios dolorosos que no vale la pena pensar siquiera en ellos. A veces me pregunto que puede más, que nos forma mayormente como personas, si la alegría o el sufrimiento. Es difícil decirlo, porque cuando el dolor toca a nuestra puerta todo parece confabular para intensificarlo. ¿Es esto cierto o será más bien acaso que somos más susceptibles al dolor y por ello todo se ensombrece? No lo se, creo que cada quien obtiene su respuesta y por ende da su propia versión, en consonancia con el recuento de sus daños.
El dolor es y ha sido parte de las capitulaciones de mi rosario porque siempre guarda misterio. Hace unos días sufrí el virus de la soledad, tan esparcido por el mundo actual. Pero en medio de mi angustia escuche voces, y no divinas sino mundanas, aunque con un gran halo de divinidad en sus palabras. Las voces eran como esa taza de café negro que tomo cada mañana para despertar, para revivir. Llegaron en el momento oportuno, justo cuando una de mis paredes se iba a derrumbar.
El dolor es, lamentablemente, importante. Ya lo dice bien mi adorada Yolanda: "Yo sigo yéndome,viajando, descubriendo las islas de la agonía propia y los montes de la estupidez ajena. Pero de todo se halla en los viajes. Hay momentos de angustia y terrores de muerte, instantes de gloria y amaneceres tan blancos, tan claros, que casi parecen ese eterno y por siempre deseado "amanecer" en singular que todos esperamos. ¿Es esto estar por las derrotas, o estar por las glorias? No lo sé".
Hay, en verdad, que preocuparse por aquellos que a uno lo quieren. Los que lo desprecian, lo ignoran o incluso atentan e intentan humillarlo a uno nunca deben ser motivo de preocupación alguna. Eso me lo indicó de manera precisa mi amigo Carlos y al hacerlo, sin percatarse, me hizo partícipe de una revelación celeste.
Total cada quien carga su propia cruz y uno no siempre sabe si la de una persona que no te quiere es mayor que la que se lleva. Yo solo pido que me dejen cargar mi propia cruz y que no le agregen el peso de sus diversiones de salón de época, que aparte de carecer de gusto, están bien gastadas y solo pueden ser practicadas por un malvado muy fino para que resulten. Hasta el día de hoy no conozco a nadie que reúna la elegancia que ese tipo de maldad implica como para que represente una amenaza. Las malas personas que he conocido no merecen ni mi respeto porque solo son sobros de maldad, el pellejo y no la carne, no la esencia, a Dios gracias. Además, en el fondo, estas personas guardan un gran saco de carencias, de un vacío que intentan llenar con frivolidades que no les van ni las hacen ser lo que intentan: diferentes, sofisticadas.
Asisto a mi propia misa y todas las que he participado y las que todavía faltan, en un sacramento de comunión y confesión conmigo mismo. Como Moisés, hace mucho tiempo quebré mis mandamientos, pero no me arrepiento porque todavía este rosario tiene más misterios gozosos que dolorosos y aún quedan más en el porvenir.
Termino mi ritual con la famosa frase-oración que una vez me enseñara Chavela a rezar: “Hay paz dentro de mi, porque estoy más allá del bien y del mal”.
Hay, en verdad, que preocuparse por aquellos que a uno lo quieren. Los que lo desprecian, lo ignoran o incluso atentan e intentan humillarlo a uno nunca deben ser motivo de preocupación alguna. Eso me lo indicó de manera precisa mi amigo Carlos y al hacerlo, sin percatarse, me hizo partícipe de una revelación celeste.
Total cada quien carga su propia cruz y uno no siempre sabe si la de una persona que no te quiere es mayor que la que se lleva. Yo solo pido que me dejen cargar mi propia cruz y que no le agregen el peso de sus diversiones de salón de época, que aparte de carecer de gusto, están bien gastadas y solo pueden ser practicadas por un malvado muy fino para que resulten. Hasta el día de hoy no conozco a nadie que reúna la elegancia que ese tipo de maldad implica como para que represente una amenaza. Las malas personas que he conocido no merecen ni mi respeto porque solo son sobros de maldad, el pellejo y no la carne, no la esencia, a Dios gracias. Además, en el fondo, estas personas guardan un gran saco de carencias, de un vacío que intentan llenar con frivolidades que no les van ni las hacen ser lo que intentan: diferentes, sofisticadas.
Asisto a mi propia misa y todas las que he participado y las que todavía faltan, en un sacramento de comunión y confesión conmigo mismo. Como Moisés, hace mucho tiempo quebré mis mandamientos, pero no me arrepiento porque todavía este rosario tiene más misterios gozosos que dolorosos y aún quedan más en el porvenir.
Termino mi ritual con la famosa frase-oración que una vez me enseñara Chavela a rezar: “Hay paz dentro de mi, porque estoy más allá del bien y del mal”.