La Mujer de Buñuel
Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina.
Extraño, pero apareció mientras yo miraba lo que quedó de la antigua Facultad de Derecho y pensaba en su alto valor como patrimonio arquitectónico. Extraño, insisto, porque su paso me llevó a pensar que ella es uno de esos personajes urbanos, que ya forman parte de la arquitectura de la ciudad, si así podemos llamar a este eterno y poco cambiante cafetal con luz, que ha sido San José desde 1887. Por tanto, debería ser amparada por la Ley de Patrimonio Histórico, puesto que ella es parte de este legado urbano pronto a desaparecer debido, principalmente, a la indiferencia de la gente.
Hace ya algunos años la vi por primera vez.
Sucedió, a propósito, con ocasión del centenario del laureado cineasta español, en la sede de la Alianza Francesa, donde proyectaban La Vía Láctea. Al tomar asiento noté que mi compañera de al lado era una mujer de unos 75 años, perfecta y elegantemente vestida al más puro estilo de los 60’s, pero con prendas y accesorios originales. Por ello, las ropas ya estaban rasgadas, bastante, y el collar y las pulseras daban fiel evidencia de que habían presenciado muchas celebraciones. Su bolso estaba un poco roto y sucio, pero hacía un "perfect match" con su atuendo. Parecía como dicen “nobleza venida a menos”, a mucho menos en términos estrictamente económicos, por supuesto. La clase se respira y no se pierde nunca, ni con la pobreza, por más snobbish o facho que suene mi comentario.
Tras concluir nuestro paseo por La Vía Láctea nos invitaron a tomar un vino y comer algunos bocadillos –extraña palabra esa, cursi y pola al mismo tiempo-. Se levantó de su silla y se lanzó a la mesa a devorar, no comer, todo lo que pudiera, con una velocidad sorprendente, que desafiaba a las mismas leyes de la física. Tragó como loca, tanto comida como vino –de caja, por supuesto, pues aún en la Alianza Francesa el presupuesto no parece alcanzar para botellas-. Y me dije: “Ah, ésta es de las que siempre vienen por la comida y nunca faltan a ninguna actividad donde haya trago y comida”.
Yo quise y decidí observarla. Siempre me ha gustado subir a un bus, tomar un avión y ver caras y jugar a adivinar cómo será la vida correspondiente a x rostro. Luego, resolví acercarme, hablar con aquel enigmático personaje que parecía haberse escapado de una película de Buñuel y no de Almodóvar, como está tan de moda. "Esta parece una chica Buñuel, no una chica Almodóvar", me dije. Hoy es fácil encontrar una que otra chica Almodóvar (bueno mi mamá es como una Endora Almodóvar), pero una chica Buñuel es casi inexistente, están ya en vía de extinción. La chicha Almodóvar no tiene que ser necesariamente bella, basta con que sea diferente, muy distinta al resto y con ciertos –¿o muchos?- elementos kitsch, tanto en trapos y atuendos como en personalidad. Contrario a esto, la chica Buñuel ha de corresponder con una belleza clásica, pálida y definitivamente original y sencilla. Así como Catherine Denueve –a quien mi primo Rodolfo llama, en broma, "Caterín, la del nueve"- o la misma Silvia Pinal, de su etapa mexicana.
Me dije: “A abordarla”, y me lancé, así como ella a la comida y el vino, yo a ella. Me puse a su lado y le hice la típica pregunta cajonera: “¿Y ... qué le pareció la película?” “Este Buñuel no deja de impresionarme, aún luego de tantos años”, fue su respuesta y continuó: “Usted sabe que lo conocí en París, justo cuando filmaba esta película. Lo gracioso del caso es que me dijo que yo era el tipo de mujer de sus películas y hasta me preguntó si era actriz, imagínese”. Ah, pensé “si esto es cierto, entonces no me equivocaba, es una mujer tipo Buñuel”, pero había que ponerlo a prueba, pues podría tratarse de una variación tipo High Class de bombeta, así que le dije: “Parlez-vous français?” Se rió y contesto en perfecto francés que sí, que aunque nunca había vivido en París, lo había visitado muchas veces en su vida –la de antes, obviamente- y había recibido clases de francés con profesores franceses.
Luego de un rato descubrí que tenía ante mis ojos a una especie de Biblioteca de Alejandría hecha mujer, de carne, hueso y cerebro, mucho cerebro. Al hablar, por ejemplo, de mi novia eterna, es decir, Yolanda Oreamuno, mencionó la influencia que en ella había ejercido Marcel Proust –luego leí un estudio de la obra de mi novia que mencionaba lo mismo y lo interesante es que fue publicado mucho después-.
Pero claro, nuestra conversación tenía que centrarse en mi mejor amigo eterno, o sea, Luis Buñuel. Hablamos de su vida, de su obra, de España, Francia y México y, no podía faltar, el surrealismo en su cine. Digo hablamos, pero realidad yo lanzaba los puntos y ella dictaba los contenidos. De cuando en cuando, ella miraba alrededor y cuando nadie estaba a la vista abría su bolso y echaba disimuladamente uno que otro pastelito.
En mi afán por descifrar tan complejo personaje y probar si mis hipótesis eran correctas, también con disimulo logré averiguar que vivía sola, sin familiares de ninguna cercanía y que venía de una familia bastante burguesa, pero, efectivamente, venida a menos, en términos económicos estrictamente, repito y puntualizo.
Luego la he visto en varias exhibiciones de arte, conferencias y presentaciones de libros, atenta al discurso, de vez en cuando lanzando preguntas y, eso sí, tras los actos, siempre aterida a la mesa de los bocadillos y el vino –para variar, de caja-. Su bolso no es de Louis Vuitton, sino de Mary Poppins, pues de ahí puede entrar y salir cualquier cosa. Este es parte irremediable de su dueña y continuamente acoge generoso cuanto alimento le ingrese.
Han pasado años, muchos, desde la noche en que la conocí. Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina. Los sesenta no pasan de moda para ella, pero las prendas eran aun más desgarradas, lullidas y remendadas, una y otra vez. Estaba muy delgada, probablemente ahora ya no hay tanta actividad artística como antes y su cuerpo daba indicios de un cruel proceso de encorvamiento. Además, los sesenta hace tiempo quedaron allá para ella. Hoy, su cabello era escaso y las arrugas afloraban por doquier. Su paso era lento y complicado. Eran los años.
Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina.
Extraño, pero apareció mientras yo miraba lo que quedó de la antigua Facultad de Derecho y pensaba en su alto valor como patrimonio arquitectónico. Extraño, insisto, porque su paso me llevó a pensar que ella es uno de esos personajes urbanos, que ya forman parte de la arquitectura de la ciudad, si así podemos llamar a este eterno y poco cambiante cafetal con luz, que ha sido San José desde 1887. Por tanto, debería ser amparada por la Ley de Patrimonio Histórico, puesto que ella es parte de este legado urbano pronto a desaparecer debido, principalmente, a la indiferencia de la gente.
Hace ya algunos años la vi por primera vez.
Sucedió, a propósito, con ocasión del centenario del laureado cineasta español, en la sede de la Alianza Francesa, donde proyectaban La Vía Láctea. Al tomar asiento noté que mi compañera de al lado era una mujer de unos 75 años, perfecta y elegantemente vestida al más puro estilo de los 60’s, pero con prendas y accesorios originales. Por ello, las ropas ya estaban rasgadas, bastante, y el collar y las pulseras daban fiel evidencia de que habían presenciado muchas celebraciones. Su bolso estaba un poco roto y sucio, pero hacía un "perfect match" con su atuendo. Parecía como dicen “nobleza venida a menos”, a mucho menos en términos estrictamente económicos, por supuesto. La clase se respira y no se pierde nunca, ni con la pobreza, por más snobbish o facho que suene mi comentario.
Tras concluir nuestro paseo por La Vía Láctea nos invitaron a tomar un vino y comer algunos bocadillos –extraña palabra esa, cursi y pola al mismo tiempo-. Se levantó de su silla y se lanzó a la mesa a devorar, no comer, todo lo que pudiera, con una velocidad sorprendente, que desafiaba a las mismas leyes de la física. Tragó como loca, tanto comida como vino –de caja, por supuesto, pues aún en la Alianza Francesa el presupuesto no parece alcanzar para botellas-. Y me dije: “Ah, ésta es de las que siempre vienen por la comida y nunca faltan a ninguna actividad donde haya trago y comida”.
Yo quise y decidí observarla. Siempre me ha gustado subir a un bus, tomar un avión y ver caras y jugar a adivinar cómo será la vida correspondiente a x rostro. Luego, resolví acercarme, hablar con aquel enigmático personaje que parecía haberse escapado de una película de Buñuel y no de Almodóvar, como está tan de moda. "Esta parece una chica Buñuel, no una chica Almodóvar", me dije. Hoy es fácil encontrar una que otra chica Almodóvar (bueno mi mamá es como una Endora Almodóvar), pero una chica Buñuel es casi inexistente, están ya en vía de extinción. La chicha Almodóvar no tiene que ser necesariamente bella, basta con que sea diferente, muy distinta al resto y con ciertos –¿o muchos?- elementos kitsch, tanto en trapos y atuendos como en personalidad. Contrario a esto, la chica Buñuel ha de corresponder con una belleza clásica, pálida y definitivamente original y sencilla. Así como Catherine Denueve –a quien mi primo Rodolfo llama, en broma, "Caterín, la del nueve"- o la misma Silvia Pinal, de su etapa mexicana.
Me dije: “A abordarla”, y me lancé, así como ella a la comida y el vino, yo a ella. Me puse a su lado y le hice la típica pregunta cajonera: “¿Y ... qué le pareció la película?” “Este Buñuel no deja de impresionarme, aún luego de tantos años”, fue su respuesta y continuó: “Usted sabe que lo conocí en París, justo cuando filmaba esta película. Lo gracioso del caso es que me dijo que yo era el tipo de mujer de sus películas y hasta me preguntó si era actriz, imagínese”. Ah, pensé “si esto es cierto, entonces no me equivocaba, es una mujer tipo Buñuel”, pero había que ponerlo a prueba, pues podría tratarse de una variación tipo High Class de bombeta, así que le dije: “Parlez-vous français?” Se rió y contesto en perfecto francés que sí, que aunque nunca había vivido en París, lo había visitado muchas veces en su vida –la de antes, obviamente- y había recibido clases de francés con profesores franceses.
Luego de un rato descubrí que tenía ante mis ojos a una especie de Biblioteca de Alejandría hecha mujer, de carne, hueso y cerebro, mucho cerebro. Al hablar, por ejemplo, de mi novia eterna, es decir, Yolanda Oreamuno, mencionó la influencia que en ella había ejercido Marcel Proust –luego leí un estudio de la obra de mi novia que mencionaba lo mismo y lo interesante es que fue publicado mucho después-.
Pero claro, nuestra conversación tenía que centrarse en mi mejor amigo eterno, o sea, Luis Buñuel. Hablamos de su vida, de su obra, de España, Francia y México y, no podía faltar, el surrealismo en su cine. Digo hablamos, pero realidad yo lanzaba los puntos y ella dictaba los contenidos. De cuando en cuando, ella miraba alrededor y cuando nadie estaba a la vista abría su bolso y echaba disimuladamente uno que otro pastelito.
En mi afán por descifrar tan complejo personaje y probar si mis hipótesis eran correctas, también con disimulo logré averiguar que vivía sola, sin familiares de ninguna cercanía y que venía de una familia bastante burguesa, pero, efectivamente, venida a menos, en términos económicos estrictamente, repito y puntualizo.
Luego la he visto en varias exhibiciones de arte, conferencias y presentaciones de libros, atenta al discurso, de vez en cuando lanzando preguntas y, eso sí, tras los actos, siempre aterida a la mesa de los bocadillos y el vino –para variar, de caja-. Su bolso no es de Louis Vuitton, sino de Mary Poppins, pues de ahí puede entrar y salir cualquier cosa. Este es parte irremediable de su dueña y continuamente acoge generoso cuanto alimento le ingrese.
Han pasado años, muchos, desde la noche en que la conocí. Hoy la vi, mientras caminaba hacia la oficina. Los sesenta no pasan de moda para ella, pero las prendas eran aun más desgarradas, lullidas y remendadas, una y otra vez. Estaba muy delgada, probablemente ahora ya no hay tanta actividad artística como antes y su cuerpo daba indicios de un cruel proceso de encorvamiento. Además, los sesenta hace tiempo quedaron allá para ella. Hoy, su cabello era escaso y las arrugas afloraban por doquier. Su paso era lento y complicado. Eran los años.
Al acercarme noté que se agachaba junto a unas bolsas de basura. “¡Mi Dios!”, me dije, “¡No es posible que haya terminado en esto!”. Sentí la ira, la furia la necesidad apremiante y demandante de acercarme y pedirle que desayunara conmigo, llevarla al supermercado, comprarle comida, pagarle la renta, llevarla a un médico, complacerla. Pero, sin embargo, no lo hice. Tan sólo me quedé mirándola, petrificado. Se acercó a la basura y tomó algo, de repente se incorporó y se quedó mirándome: alzó la cabeza, se planchó ligeramente con sus manos la ropa, sonrió y me dijo: “Machito, usted me sale por todos lados”. En sus manos aparecía una ramita floreada de algún árbol, que había caído justo junto a la basura y que ella juntó.
Volvió a sonreír y entonces siguió su camino. Y yo la vi alejarse, no sé si con dolor de hijo, de amante, de penitente, de solitario o de compañero de humanidad.
2 comentarios:
Maravilloso... Quisiera tanto saber de quién se trata como no saberlo, para que la historia no pierda el embrujo con que la escribiste.
Se mantiene el hechizo. No la volví a ver y es probable que ya esté muerta.
Ella es o fue una muestra del San José Posible, no solo en térmnos de recuperación arquitectónica sino también de la magia de esos personajes que siempre alimentan a las ciudades.
Gracias, siempre me das una razón para escribir.
Publicar un comentario