Ocurrió hace algunos días: me regalaste una noche a tu lado. Para mí eso es el mejor regalo que me podés dar. Gracias a Dios hacía frío y eso motivó a dormir más abrazaditos, como me gusta.
Por la mañana te levantaste y te fuiste a hacer café. Otro regalazo porque no funciono sin la gran taza de café negro que religiosamente tomo al levantarme. Entonces sucedió: de manera instintiva, en ese lapso entre estar dormido y despertarse, me volví hacia el espacio en la cama que habías recién dejado, para aprovechar el calorcito de tu ausencia inmediata.
Lo hice y lo disfruté sin ser consciente del recuerdo, que me cayó de repente en un momento del día. Esta es la explicación: cuando era niño -que todavía lo sigo siendo en algunos aspectos-, solía esperar al momento en que mi papá se levantaba para correr a consumirme entre las cobijas que él recién había abandonado. A mi mamá, que usualmente seguía en la cama como por una hora más eso le molestaba, pero su enojo a mí ni me inmutaba -que mocoso más malcriado-.
Sentir su calor en la tibia cama era mágico. Era como sentirlo arropándome, abrazándome, era tenerlo para mí solo. ¡Me encantaba!
Tener tu calor en las sábanas, en la almohada, en la cama, sabiendo que te había tenido a mi lado toda la noche, fue volver a experimentar toda esa magia. ¡Fabuloso! -la palabra que según mi mamá más digo-.
Ahora me pregunto: ¿Por qué luego de tantos cuerpos que han dormido a mi lado solo con vos ocurrió esto? ¿Por qué cada vez que estamos solos siento que la ropa tiene su lugar pero no precisamente en nuestra intimidad? ¿Por qué cada beso que me das engrosa mi mejor colección de estampillas? ¿Y por qué las pastillas de violeta saben mejor cuando vienen de tu boca?
¡Que vengan más pastillas de violeta, que venga menos ropa y más intimidad y que pueda seguir disfrutando de la magia de tu calorcito!
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