"Volveré y seré millones", dijo Eva Perón algún día y yo lo repetí, unos 50 años más tarde.
Me iba de la oficina y esa fue la manera de despedirme de mi jefa. Luego, de camino a casa pensaba y, como dice mi amiga del más allá Yolanda, "pensar asusta, porque acerca a Dios". Ay Diosito, entonces nos hicimos los dos uña y carne y comenzaron estas divagaciones en torno a la vida, propia, ajena y mezclada. Todo a raíz de la mención de esa famosa frase atribuida a la Santa Peronista. Ahora vienen a parar en este espacio virtual –como todo en la vida-, que atenta contra mi privacidad pero alimenta mi irrepetibilidad.
Volver, se vuelve de fijo siempre, como dice esa hermosa poesía-canción que solo Chavela sabe interpretar: “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Qué cierto es, incluso se experimenta una extraña sensación de pertenencia y vacío al mismo tiempo cada vez que regresamos a algún lugar donde tanto amamos como odiamos alternativamente, pero donde definitivamente vivimos intensamente esta combinación de pellejos, huesos y un yo único e irrepetible, que es la vida que nos ha sido dada.
Pienso en volver, volver a la escuela, a la que juré por mucho tiempo no más volver gracias –y en verdad gracias- a los agravios sufridos y el reconocimiento de limitaciones que ésta supone –sobre todo de índole numérica, en mi caso- y por ser el primer espacio-espectro donde se rompe con lo íntimo-vinculante de esa pequeña pero refrescante y limpiadora burbuja de jabón, que se conoce como familia y que se puede romper con solo soplarla.
Hoy, a raíz de la frase, he vuelto a la escuela. Pero esta vez no fui solo. Me hice acompañar del adulto que ahora pretendo ser y al cual suele atacar y sorprender el niño que siempre he sido.
Es espantoso y maravilloso volver al niño tratando de ser un adulto. Se combinan sensaciones –prefiero hablar de sensaciones que de experiencias, porque alguien dijo que estas son el nombre que damos a nuestras mayores equivocaciones y por lo general no veo mi vida como una serie de errores, sino de aprendizajes, aunque que la he metido, la he metido y no muchas sino casi todo el tiempo, pero sigo aprendiendo-.
Bueno, a como hablo escribo y lo he vuelto a hacer. El niño detesta al adulto y el adulto no le tiene paciencia. Un analista o un shamán diría que no me tengo paciencia a mí mismo y que me detesto. NO ES CIERTO. En realidad mi adulto envidia a mi niño, una criatura silenciosa, que amaba sus viajes introspectivos y vivía en un mundo perfectamente combinado entre realidad y fantasía. Nada particular, como todo otro niño, pero sí único e irrepetible.
Volver, volver, ya casi con la frente marchita como el tango, intento volver a la esencia de ese infante, pero no se puede. Ya mi sien está marcada por las nieves del tiempo y eso que vengo de un país tropical, donde la nieve brilla por su ausencia. Algo así como la vereda tropical, la ruta de Cortés –sin Malinche, porque detesto a los malinchistas aunque todos llevamos sus genes-.
Me traslado a mi escuela, donde pasaba largas horas desatendiendo las lecciones a más no poder –pobres profesores- y concentrándome arduamente en mirar por la ventana únicamente. No necesitaba más. Ahora sí y me pregunto por qué.
El adulto no logra descifrar en lo que fui a un infante completo. Alguna pieza hace falta. No está triste, pero parece cargar una inmensa y desolada depresión. Desolación, otra vez aparece la palabrita, con nuevas divagaciones… ¿Quién se la habrá inventado? Desolación, al pronunciarla me veo bajo un sol de mediodía, como de Viernes Santo, cuando todo confabula para rendir homenaje casualmente a la desolación: uno se siente solo, tan solo en este mundo que incluso sujetar la mano del ser amado en esos momentos no significa, porque uno está más allá del bien y del mal, del amor y del odio, de toda pasión, que es aniquilada por esa extraña sensación.
Un Viernes Santo al mediodía ni el viento respira ni las hojas se mueven ni uno se siente plenamente vivo. Estoy seguro. La palabra desolación debió haber sido creada un Viernes Santo al mediodía.
Una vez, ya de adulto, un sábado que limpiaba mi closet encontré un frasco de vidrio y dentro un papel amarillo por el tiempo. Al examinarlo, las palabras que habían dentro me causaron al principio gracia: era el testamento que de niño escribí pensando en morir. ¿Por qué deseaba la muerte? El adulto no lo sabe. Llegó, ciertamente, el día en que ese niño falleció y se llevó a la tumba, que es el cuerpo del adulto, ese secreto. El impacto me llevó a escribir un poema, que muestro aparte.
Decía que me hizo gracia al principio, pero luego terminé llorando. ¿Por qué ese niño nunca obtuvo un dadivoso abrazo cuando lo necesitaba? Tuve que esperar media vida para tenerlo. Sucedió hace como cuatro años y fue el último abrazo que me dio mi padre. Como adulto tuve que buscarlo, no podía dejar este país sin recibir lo que siempre había añorado.
Mi padre nunca fue un hombre cruel, todo lo contrario, era tan bueno, tan justo y tan noble, que todavía y por siempre lo seguiré extrañado con una cuota interminable del dolor que su partida ha causado en su familia. Es solo que los abrazos y los besos no se acostumbraban en mi familia. ¡Maldita sea! Y yo que ahora tanto quisiera prolongar ese abrazo postrero.
Como decía, yo me iba del país siguiendo un sueño que concluyó en pesadilla, y él me llevó al aeropuerto. Nos despedimos con unas palmadas en el hombro, deseándonos ambos la mejor de las suertes. Yo ingresé al edificio y de repente algo sucedió. En la tumba de mis penares se revolcó el cadáver del niño, pidiendo su añorado abrazo. Yo tiré las maletas, al mejor estilo “hollywodiano” y él todavía estaba ahí afuera, como esperando algo o sintiendo lo mismo que yo sentía. Yo todavía puedo verlo, tengo la imagen grabada en la retina. Lo abracé tan fuerte y le dije: “Papá, muchas gracias por todo”. Él se sintió un poco atribulado y se quedó sin poder emitir palabra alguna. Me fui, tomé el avión, viví un poco más de lo debido y luego volví. Nunca imaginé que esa sería nuestra despedida.
La próxima vez que lo vi ya no hablaba, ya no se movía… estaba queditito, como un muñeco, en su caja.
Yo lo quiero y lo quiero extrañar también, es mi derecho.
Tal vez así ese niño deprimido se mejoró, aunque una eterna pena cargará el adulto, pienso que a lo mejor ese niño ya estará jugando, ya es feliz porque la fuerza del abrazo colmó a infante y pellizcó al hombre. No lo sé, pero es mejor verlo así, aunque cómo quisiera tener de nuevo ese abrazo, y repetirlo.
Lamentablemente, Eva no ha vuelto ni veo millones de Evitas. Tampoco mi padre ni todos mis muertos –tome nota: incluida Yolanda-. ¿Será acaso que se regresa en otras formas y así se multiplica el ser? ¿O tal vez, quienes nos conocen en vida nos replican tras dejar la madre tierra y al ser incorporados por gestos, palabras, mañas, citas, obsesiones y demás nos convertimos en millones?
Llegué a casa y llamé a mi cuarto, el de infancia, ahora virtual, al niño. Un chiquillo flaco, con cabello casi blanco y unos grandes ojos que indagaban todo y que usualmente llevaba tijeras consigo para recortar todo, vino muy enojado. Lo abracé muy fuerte, le dije cuánto lo quería y luego de llorar por largo rato, nos fundimos literalmente en ese abrazo. “No seremos millones -le dije- pero al menos ahora podemos ser uno”.
Me iba de la oficina y esa fue la manera de despedirme de mi jefa. Luego, de camino a casa pensaba y, como dice mi amiga del más allá Yolanda, "pensar asusta, porque acerca a Dios". Ay Diosito, entonces nos hicimos los dos uña y carne y comenzaron estas divagaciones en torno a la vida, propia, ajena y mezclada. Todo a raíz de la mención de esa famosa frase atribuida a la Santa Peronista. Ahora vienen a parar en este espacio virtual –como todo en la vida-, que atenta contra mi privacidad pero alimenta mi irrepetibilidad.
Volver, se vuelve de fijo siempre, como dice esa hermosa poesía-canción que solo Chavela sabe interpretar: “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida”. Qué cierto es, incluso se experimenta una extraña sensación de pertenencia y vacío al mismo tiempo cada vez que regresamos a algún lugar donde tanto amamos como odiamos alternativamente, pero donde definitivamente vivimos intensamente esta combinación de pellejos, huesos y un yo único e irrepetible, que es la vida que nos ha sido dada.
Pienso en volver, volver a la escuela, a la que juré por mucho tiempo no más volver gracias –y en verdad gracias- a los agravios sufridos y el reconocimiento de limitaciones que ésta supone –sobre todo de índole numérica, en mi caso- y por ser el primer espacio-espectro donde se rompe con lo íntimo-vinculante de esa pequeña pero refrescante y limpiadora burbuja de jabón, que se conoce como familia y que se puede romper con solo soplarla.
Hoy, a raíz de la frase, he vuelto a la escuela. Pero esta vez no fui solo. Me hice acompañar del adulto que ahora pretendo ser y al cual suele atacar y sorprender el niño que siempre he sido.
Es espantoso y maravilloso volver al niño tratando de ser un adulto. Se combinan sensaciones –prefiero hablar de sensaciones que de experiencias, porque alguien dijo que estas son el nombre que damos a nuestras mayores equivocaciones y por lo general no veo mi vida como una serie de errores, sino de aprendizajes, aunque que la he metido, la he metido y no muchas sino casi todo el tiempo, pero sigo aprendiendo-.
Bueno, a como hablo escribo y lo he vuelto a hacer. El niño detesta al adulto y el adulto no le tiene paciencia. Un analista o un shamán diría que no me tengo paciencia a mí mismo y que me detesto. NO ES CIERTO. En realidad mi adulto envidia a mi niño, una criatura silenciosa, que amaba sus viajes introspectivos y vivía en un mundo perfectamente combinado entre realidad y fantasía. Nada particular, como todo otro niño, pero sí único e irrepetible.
Volver, volver, ya casi con la frente marchita como el tango, intento volver a la esencia de ese infante, pero no se puede. Ya mi sien está marcada por las nieves del tiempo y eso que vengo de un país tropical, donde la nieve brilla por su ausencia. Algo así como la vereda tropical, la ruta de Cortés –sin Malinche, porque detesto a los malinchistas aunque todos llevamos sus genes-.
Me traslado a mi escuela, donde pasaba largas horas desatendiendo las lecciones a más no poder –pobres profesores- y concentrándome arduamente en mirar por la ventana únicamente. No necesitaba más. Ahora sí y me pregunto por qué.
El adulto no logra descifrar en lo que fui a un infante completo. Alguna pieza hace falta. No está triste, pero parece cargar una inmensa y desolada depresión. Desolación, otra vez aparece la palabrita, con nuevas divagaciones… ¿Quién se la habrá inventado? Desolación, al pronunciarla me veo bajo un sol de mediodía, como de Viernes Santo, cuando todo confabula para rendir homenaje casualmente a la desolación: uno se siente solo, tan solo en este mundo que incluso sujetar la mano del ser amado en esos momentos no significa, porque uno está más allá del bien y del mal, del amor y del odio, de toda pasión, que es aniquilada por esa extraña sensación.
Un Viernes Santo al mediodía ni el viento respira ni las hojas se mueven ni uno se siente plenamente vivo. Estoy seguro. La palabra desolación debió haber sido creada un Viernes Santo al mediodía.
Una vez, ya de adulto, un sábado que limpiaba mi closet encontré un frasco de vidrio y dentro un papel amarillo por el tiempo. Al examinarlo, las palabras que habían dentro me causaron al principio gracia: era el testamento que de niño escribí pensando en morir. ¿Por qué deseaba la muerte? El adulto no lo sabe. Llegó, ciertamente, el día en que ese niño falleció y se llevó a la tumba, que es el cuerpo del adulto, ese secreto. El impacto me llevó a escribir un poema, que muestro aparte.
Decía que me hizo gracia al principio, pero luego terminé llorando. ¿Por qué ese niño nunca obtuvo un dadivoso abrazo cuando lo necesitaba? Tuve que esperar media vida para tenerlo. Sucedió hace como cuatro años y fue el último abrazo que me dio mi padre. Como adulto tuve que buscarlo, no podía dejar este país sin recibir lo que siempre había añorado.
Mi padre nunca fue un hombre cruel, todo lo contrario, era tan bueno, tan justo y tan noble, que todavía y por siempre lo seguiré extrañado con una cuota interminable del dolor que su partida ha causado en su familia. Es solo que los abrazos y los besos no se acostumbraban en mi familia. ¡Maldita sea! Y yo que ahora tanto quisiera prolongar ese abrazo postrero.
Como decía, yo me iba del país siguiendo un sueño que concluyó en pesadilla, y él me llevó al aeropuerto. Nos despedimos con unas palmadas en el hombro, deseándonos ambos la mejor de las suertes. Yo ingresé al edificio y de repente algo sucedió. En la tumba de mis penares se revolcó el cadáver del niño, pidiendo su añorado abrazo. Yo tiré las maletas, al mejor estilo “hollywodiano” y él todavía estaba ahí afuera, como esperando algo o sintiendo lo mismo que yo sentía. Yo todavía puedo verlo, tengo la imagen grabada en la retina. Lo abracé tan fuerte y le dije: “Papá, muchas gracias por todo”. Él se sintió un poco atribulado y se quedó sin poder emitir palabra alguna. Me fui, tomé el avión, viví un poco más de lo debido y luego volví. Nunca imaginé que esa sería nuestra despedida.
La próxima vez que lo vi ya no hablaba, ya no se movía… estaba queditito, como un muñeco, en su caja.
Yo lo quiero y lo quiero extrañar también, es mi derecho.
Tal vez así ese niño deprimido se mejoró, aunque una eterna pena cargará el adulto, pienso que a lo mejor ese niño ya estará jugando, ya es feliz porque la fuerza del abrazo colmó a infante y pellizcó al hombre. No lo sé, pero es mejor verlo así, aunque cómo quisiera tener de nuevo ese abrazo, y repetirlo.
Lamentablemente, Eva no ha vuelto ni veo millones de Evitas. Tampoco mi padre ni todos mis muertos –tome nota: incluida Yolanda-. ¿Será acaso que se regresa en otras formas y así se multiplica el ser? ¿O tal vez, quienes nos conocen en vida nos replican tras dejar la madre tierra y al ser incorporados por gestos, palabras, mañas, citas, obsesiones y demás nos convertimos en millones?
Llegué a casa y llamé a mi cuarto, el de infancia, ahora virtual, al niño. Un chiquillo flaco, con cabello casi blanco y unos grandes ojos que indagaban todo y que usualmente llevaba tijeras consigo para recortar todo, vino muy enojado. Lo abracé muy fuerte, le dije cuánto lo quería y luego de llorar por largo rato, nos fundimos literalmente en ese abrazo. “No seremos millones -le dije- pero al menos ahora podemos ser uno”.